El Universal
5 de enero de 2007
Pocas obsesiones le han hecho tanto mal a la sociedad mexicana como la muy chata pero poderosamente mágica noción del progresismo.
Porfirio Díaz sacrificó cualquier objetivo igualador o democrático en el altar de la noble y muy elevada idea del progreso. Algo similar hicieron más tarde los primeros revolucionarios; tanto Álvaro Obregón con Plutarco Elías Calles dejaron atrás las más dolidas preocupaciones democratizantes de la Revolución so pretexto de que ellos, y sólo ellos, podían hacer progresar a la nación.
Igual de prepotente y justificadora fue esta bandera cuando el milagro económico mexicano sirvió para consolidar las aspiraciones monopólicas del Partido Revolucionario Institucional (PRI), o cuando Carlos Salinas de Gortari esquinó toda reforma política para dejar que en el centro de su tablero de poder se colocara la triunfal entrada de México al mercado global.
Vista así, la filosofía del progresismo ha sido de una gran utilidad en nuestro país. Gracias al abuso de su retórica tantos gobernantes mexicanos han contado con márgenes de inmensa impunidad para actuar, a la vez, con autismo y autoritarismo.
Proveniente del siglo XIX, el discurso del progresismo tiene como metáfora principalísima la del ferrocarril. En ella se describe a la sociedad (a sus recursos y sus personas), como si fuesen vagones sueltos y descarrilados, cuyo natural estado caótico sólo pudiese ser ordenado gracias a la aparición de una muy poderosa, rápida, competitiva e inteligente locomotora.
La otra imagen mental que completa a esta filosofía es la del refrán que advierte: "Andando la carreta, se acomodan las calabazas". O dicho en la insuficiencia de los términos ferroviarios: "Andando la locomotora, poco importa lo demás". De ahí que los profetas del progresismo se preocupen tanto por los motores del crecimiento y dejen de lado al principal de los fundamentos de la economía de mercado: el equilibrio.
Para ellos el problema es siempre la ausencia de locomotoras y no el exceso de empobrecidos vagones, la falta de desarrollo y no la exclusión, la robustez de los poderes económicos y no la abrumadora precariedad de los incontables desposeídos.
A pesar de su simpleza, las mieles del progresismo han secuestrado a algunos de los más lúcidos cerebros mexicanos. Tres suelen ser sus mágicas recetas: en la primera fase ha de concentrarse la riqueza en unas cuantas pero muy vigorosas y diestras manos; en la segunda etapa esa riqueza acumulada ha de invertirse eficientemente en negocios con alto potencial de desarrollo y; por último, en una tercera etapa, la fórmula recomienda sentarse, sin estorbar, a ver cómo se distribuyen generosamente todos los abundantes bienes obtenidos.
Revisando a sobrevuelo la historia mexicana salta a la vista que en su primera recomendación la filosofía del progresismo obtuvo eficaces frutos. Desde hace más de 100 años el Estado mexicano, en sus distintas expresiones, ha sido inigualable para concentrar la riqueza en muy pocas manos.
Sin embargo, el resto de esta ecuación ha resultado todo un engaño. No importando si el país tuvo tasas de crecimiento de 7 o de 5%, o de 3, 2 o -1%, la constante siempre ha sido la misma: un desastroso desequilibrio en la distribución de la riqueza, o más precisamente, en la distribución de los bienes públicos.
Con 200 años de vida independiente es ya de una enorme e irresponsable ingenuidad continuar llenándose la boca con los axiomas del progresismo. Sobre todo porque es evidente que la prolongada concentración de la riqueza sólo ha sido capaz de sostenerse gracias a la exclusión de una buena parte de la población, es decir, de la producción sistemática de la pobreza.
Quizá sea ya tiempo de imaginar una filosofía alternativa. Un discurso donde se comience por hablar de la equilibrada consideración que ha de tener el Estado para con sus ciudadanos, al menos en lo que tiene que ver con la distribución de derechos y bienes que habrían de ser incluyentemente de todos.
Sólo así podremos ver un día en México la presencia, no de una, sino de muchas locomotoras que, en condiciones similares, se hagan parejamente responsables de hacer crecer la economía y por tanto la dignidad y vida buena de todos los mexicanos.
Invirtamos la ecuación: la igualdad de consideración conduce a la igualdad de oportunidades. Ésta, a su vez, permite la multiplicación de las iniciativas que, por lo general, da por resultado desarrollo y crecimiento económico.
* Profesor del ITESM.
2 comentarios:
Progreso que será para unos cuantos...
Buen discurso liberal. El estado locomotora y su produccion de pobreza. Ni mas ni menos.
Ese es el verdadero enemigo: el estado omnipotente, omnipresente y habilidosisimo.
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